Los intereses de Vladimir Putin en Oriente Medio

El presidente ruso busca recuperar un papel central en los manejos de la zona.


Hace algunos días el presidente de Rusia, Vladimir Putin, realizó una visita oficial a Israel en la que se confirmó que los nexos de colaboración entre ambos países son sólidos, no obstante las serias reservas de Jerusalén con relación al papel que Moscú juega como respaldo del régimen sirio de Al-Assad y como actor de peso que ha obstaculizado la imposición de sanciones decisivas contra Teherán de cara a la insistencia de éste en continuar con su carrera nuclear.
Ciertamente los intercambios comerciales constituyen uno de los más importantes factores que sostienen el acercamiento Rusia-Israel (compra-venta de gas natural, alta tecnología, drones y varios más) aunque no se trata únicamente de eso. Influye también la presencia en Israel de un millón de judíos de origen ruso que emigraron durante la década de los noventa, conglomerado que, ya bien asentado en Israel, ha creado un eslabón generador de intercambios culturales y de negocios entre los dos países. Sin embargo, el atractivo mayor para que el régimen de Putin se muestre tan bien dispuesto a fortalecer la relación con Israel radica sin duda en su ambición por recuperar un papel central en los manejos políticos de Oriente Medio, papel que, en comparación con el que ha jugado Estados Unidos en las últimas cuatro décadas, ha sido bastante menor, y por momentos casi nulo.
El declive en la participación rusa en Oriente Medio data de 1967, cuando la entonces URSS rompió sus relaciones con Israel tras la guerra de los seis días entre Egipto, Siria y Jordania contra el Estado judío. En el marco internacional de la Guerra Fría, entonces prevaleciente, la postura soviética se radicalizó al convertirse en un punto de apoyo absoluto y sin cortapisas al frente árabe del rechazo hacia Israel, anulando todo nexo con éste. De hecho, a lo largo de esa etapa que terminó sólo cuando la URSS se disolvió en los albores de los 90, el Kremlin fungió como el foco productor más importante a nivel internacional de literatura y consignas antisionistas y antisemitas, forzando incluso a sus satélites en Europa oriental a asumir esas mismas directrices. Sin embargo, esta postura extrema le restó a la URSS protagonismo en la región en la medida en que su contraparte en Washington seguía desplegando su influencia en todos los actores mesorientales, mientras que Moscú únicamente podía desarrollar su juego en un solo lado de la cancha. La paz entre Egipto e Israel, firmada en 1979, mediada por la administración del entonces presidente Carter, y repudiada airadamente por la URSS, fue un duro golpe para ésta en tanto Egipto se pasaba a la órbita occidental, restándole así aun más espacio de maniobra a los soviéticos.
Al parecer, ahora Putin opta por recuperar lo perdido y ser de nueva cuenta un jugador de alto nivel en Oriente Medio. Pretende jugar con todas las cartas y no sólo con algunas, y es por ello que al tiempo que visita Israel viaja también a territorio palestino para entrevistarse con el liderazgo de la Autoridad Nacional Palestina y sostiene relaciones con el Hamas que gobierna en Gaza. Igualmente apoya de manera sustantiva a Bashar al-Assad y al régimen de los ayatolas en Irán, sin por ello dejar de prestarse a colaborar con Estados Unidos y la Unión Europea en la búsqueda de formas, sino de solucionar, al menos de atenuar, los graves conflictos protagonizados por estos aliados suyos. Putin se da cuenta de que un sismo gigantesco está transformando de manera radical la naturaleza y estructuras del mundo árabe. Los resultados finales de todos estos cambios vertiginosos siguen siendo inciertos y lo menos que desea el jerarca ruso en este panorama es que su país, al cual pretende restaurarle las glorias de sus mejores épocas, quede en posición irrelevante y rebasado por sus competidores occidentales.

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