El bolillo… o la nalga

Uno sabía que ese patio estaba vedado.





A menos que tuvieses centellas en los pies y fueras capaz de correr más veloz que El Firuláis.



Corriente, color acanelado y con manchas por todo el cuerpo, un ojo medio tuerto, pero los dientes completitos.



De lejos podíamos tirarle piedras, torearlo y correr despavoridos hasta el almendro y colgarnos de sus ramas, mientras el perro enloquecido se levantaba en las dos patas cortas para tratar de alcanzarnos, infructuoso.



Así transcurrían las tardes… o los larguísimos veranos.



Me recuerdo, siete años, volver de la tienda de La Güera, con mi bolillo de a 25 centavos, con un jalapeño en vinagre y una rajita de queso fresco.



Dos mordidas antes de llegar al puesto de huapilla… dos mordidas y ese delicioso sabor del pan que cede y se mezcla con el picante y la tenue sal.



Sería tal embrujo, no tan constante como yo hubiera querido… que caminé sin darme cuenta directo al Firuláis.



No me hubiese dado cuenta, y dicen los expertos en canes, que el perro no me hubiese atacado si el Chibirico no me grita… “¡San Martincito, el perro!”



Con la boca llena del más reciente mordisco, miré… y miré bien, porque debí abrir los ojos como cayucos bocholones.



¡El perro!



Ese malhadado perro, que empezó a gruñir… que empezó a avanzar… que empezó a ladrar.



Y mis piernas flojas, mis rodillas que chocan y esa orden cerebral de emprender una carrera que no encuentra respuesta inmediata en mis canillas.



¡Corre… corre… corre San Martincito!



Decía mi tío Veneno, cuando me entrenaba al beisbol, que los buenos peloteros pueden chocar con una barda, pero nunca sueltan la de spolder.



Y yo no pensaba soltar aquel bolillo…



No había dado cinco pasos cuando sentí el hocico de Firuláis, húmedo, baboso, que chocaba con mi espalda y luego se retiraba…



¡Corre… corre… corre San Martincito!



Y volví a correr… pero allá venía el perro…



¡Va a morderte la nalga!



Antes de que clavara los colmillos, imaginé el mordisco… ¡Qué vergüenza!, una nalga mordida por un perro.



¡Tírale el bolillo!… ¡El bolillo San Martincito!



¿El bolillo?… ¿Mi bolillo?… ¿Por el que ahorré cinco centavos diarios del gasto para la escuela?



¿Mi bolillo?



Me detuve en seco, pálido, sudoroso… miré a los ojos del Firuláis, y me dije, vas a dominarlo… enséñale los dientes, dale una pedrada, pero ese bolillo no lo sueltas.



Poco sabía el perro desgraciado de sicología… Se me acercó, despacio… gruñendo…



¡Tírale el bolillo!



Hay veces en que un hombre tiene que mostrar que existen límites, que la bestia irracional no puede triunfar siempre sobre la inteligencia…



¡Doña Chucha… su perro!



Grité con todas mis ganas, con tal angustia… con tal denuedo, que no sé cuánto tardó en salir la buena doña, con un palo en las manos a gritarle a su perro, que escondió la cola entre las patas y se fue…



“¡Jándile perro cabrón!”, le decía…



Me fui, con las patas temblorosas hasta donde Chibirico sonriente, me felicitó por la hazaña.



“Debieras darme un cacho del bolillo, por avisarte”.



Lo que es de gentes, es de gentes… le di un pedazo, con poco queso y me fui, cerca del almendro, a disfrutar el resto.

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